miércoles, 26 de octubre de 2016

El yogue bebible mío de cada día

Hay una anécdota que, previa a ser confirmada por mi padre, giraba en mi cabeza como una fantasía. En mi película mental yo tenía unos ocho años y luego de una “discusión” con mi progenitor decidí que me iba de casa a vivir con mis abuelos maternos. Papá me agarraba de la mano, me llevaba a la habitación que compartía con mi hermana y hacíamos el bolso. Yo señalaba las cosas que había que poner y remataba la selección con la Fiorella*.

(paréntesis: yo soy la versión humana de Dori (na-da-remos... na-da-remos...). Así que si se preguntan cómo termina la anécdota, se los dejo a la libre imaginación porque en lo que a mí respecta, no recuerdo un pomo. Yo tengo la memoria a corto y largo plazo tremendamente jodida.)

Tuvieron que pasar unos quince años para concretar la idea que se gestó en ese momento. Mas siempre tuve una certeza: quería ser adulta. En mi mente, nada se comparaba con eso. Sabía que el mundo se me abría con posibilidades infinitas con la llegada a la mayoría de edad y las responsabilidades eran bienvenidas porque son el lado B de lo que anhelaba: los derechos. Suelo ir en contra de la corriente. Mientras todos lloraban por el fin del secundario, yo pensaba feliz en el comienzo del CBC. Mientras veo hombres y mujeres que llevan sumados 30 otoños o más viviendo aún con sus padres, padeciendo del síndrome de Peter Pan o amparados en teorías psicológicas que dicen que la adolescencia se extendió en los últimos años hasta los 35, me recuerdo ansiosa de desplegar las alas apenas pasados los 21, temerosa que se me cayeran las plumas si no emprendía vuelo. Me sigo anotando en aventuras. Para mí, ser adulta es un juego.

De todas las paredes compartidas en mi primer tres ambientes alquilado durante casi tres años con amigos, amigas y una ex pareja, voy a conservar por siempre el detalle del yogur bebible en la heladera todos los días. A lo largo de ese tiempo y de los espacios en común, aún hoy en día, tengo la certeza que lo real de una persona se ve en los gestos cotidianos. Que las grandilocuencias las podés armar, planificar y sí, te hacen quedar maravillosamente bien con el otro. Pero lo espontáneo del momento te revela sin caretas la esencia. Sólo si sabés verla; si corrés el velo de la idealización y querés contactar con el otro real, no con la imagen del otro que vos le proyectás. Ese verano viví con Lobo, el ser con el que me identifico a nivel celular. Tenía cada uno su habitación y nuestro living estaba dividido para que él practicara inglés, a su expreso pedido, en dos mitades. En una hablábamos en nuestra lengua nativa y en la otra mitad él practicaba y yo corregía. Teníamos una pizarra de vidrio donde anotar temas de discusión a seguir cuando el sueño nos ganaba bien de madrugada. Podíamos vivir un fin de semana entero sin dirigirnos la atención más que para compartir un mate. Y no, la plata nunca fue un tema de discusión. En todos los gastos comunes íbamos a medias y lo único importante era que siempre estuviese la heladera llena de comida, así que un mes yo me encargaba más que él de eso y el mes siguiente intercambiábamos roles.

Ese verano yo desayunaba un vaso bien frío de yogur bebible y me iba caminando 35 cuadras al trabajo. La primera mañana que me quedé sin yogur, y conociendo a mi compañero de departamento en su despiste cósmico, me hice el post it mental para comprar a la vuelta. Cuán pensada me sentí cuando abrí la heladera al volver a la tarde y encontré dos sachets de yogur de mis sabores favoritos, lavados y listos para engullir. ¡Cuán parte de su cotideaneidad y de su mundo me hizo sentir con ese detalle, él que no deja entrar a nadie! Cuán presente sentí que me tenía con ese gesto. Como amiga, siempre trato de hacerles saber a quienes quiero que estoy. A Lobo le dejaba comida cuando me preparaba mi vianda porque conocía su fiaca para cocinarse algo. Recuerdo la emoción que le agarró el día que lo mandé a acostarse casi como a un hijo, retándolo mientras lo obligaba a tomarse la temperatura y le llevé una sopa a la reina con una aspirina. Y las veces que en medio de uno de mis ataques de síndrome pre menstrual con llanto y gritos se ponía las zapatillas para ir al quiosco de la esquina y traerme una barrita de chocolate que sabía iba a hacer sonreír al monstruo hormonal en el que se convierte esta mujer algún que otro mes...

Qué bien por mi atención lábil, che, que lo único que hace que me llame la atención... son los detalles.

domingo, 16 de octubre de 2016

Negociar

I'm definitely not trading in any aspect of my personality just to establish a sentimental relationship, according to our so-called dating rules, with someone who will ultimately be related to some version of me who's not the actual me.

Definitivamente no negocio ningún aspecto de mi personalidad sólo para entablar una relación sentimental con alguien, de acuerdo a nuestras llamadas reglas de citas, con alguien que en última instancia estará relacionado con alguna versión de mí que no es mi versión real.