sábado, 2 de marzo de 2013

Hace tanto que no me enamoro de alguien.

La emoción de la presencia de un hombre nuevo rondándome se me va a la semana. Después, es cuestión de costumbre. Esa sensación que este tampoco va a ser diferente se termina comprobando más temprano que tarde. Lo saben, que es incluso peor. Saben lo que pienso, se esfuerzan por mostrarse diferentes y la máscara se cae indefectiblemente. Y me aburro; me aburro horriblemente.

Es en una de las pocas cosas en las que me gustaría no tener razón. Porque tenerla me genera tristeza y desilusión. ¿Por qué apostar a ser diferente cuando pueden estar todos cortados por la misma tijera, no? Entiendo que es más simple, aunque más hipócrita con uno mismo. No sé cómo se vive siendo hipócrita con quien se es... se me trastorna la vida.

El cuerpo me dice que ninguno parece valer la pena si conservo la calma y la capacidad de responder a todo. Señales inequívocas. No vale la pena resignar la estabilidad que me confiere la soledad y el ser dueña de mí en pos de alguien que no termina de conocerme. O peor aún, tampoco está interesado en hacerlo. Si te quedás con dos o tres de mis aristas, te perdés la mejor parte.

Algo en mí dice que siga buscando. Creo que lo dice porque tiene fe y porque esa fe justifica que crea en la humanidad cuando la empiria me demuestra que estamos jodidos desde la línea de salida. Y porque perder esa fe implica perder el objetivo de mi vida. Yo quiero renegar de ser psicóloga y de este don/maldición que significa que la gente te hable, te confíe, se abra. Pero en los momentos en los que más quiero irme de mi yo son en los que más conecto con los demás. Entonces me resigno a aceptar que hay roles para los cuales nacimos y estamos destinados.




No hay comentarios:

Publicar un comentario